La talidomida en el banquillo

No imagino qué diría hoy el desconocido autor de la frase “Justicia lenta no es Justicia” ante el caso de la talidomida. Un total de 57 años han tenido que esperar las víctimas españolas para poder sentar en el banquillo de los acusados a los responsables de lo ocurrido con este fármaco a finales de la década de los 50. Fabricada por una farmacéutica alemana e indicada como tranquilizante pero recetada también para paliar los mareos durante el embarazo, la talidomida produjo miles de deformaciones en fetos en España y en otros países de todo el mundo.

Sólo en nuestro país, la asociación de afectados calcula que al menos unas 3.000 personas sufrieron malformaciones. Las que aún viven han luchado sin descanso para que se juzgue a los responsables de uno de los casos farmacéuticos más escandalosos en muchas décadas. En él se mezcla la negligencia de las autoridades sanitarias españolas de la época con la avaricia de un laboratorio alemán, que no tuvo reparos en ocultar a los médicos los terribles efectos secundarios de un fármaco en cuyo prospecto lo único que se advertía era que podía provocar un leve estreñimiento.


Cuando en 1961 y después de la denuncia de algunos médicos el gobierno decidió retirar de la circulación y prohibir el peligroso medicamento, al igual que hicieron otros países de todo el mundo, el daño ya estaba hecho pero nadie pagó entonces por él. No ocurrió lo mismo en Alemania, en donde fue la propia farmacéutica la que aceptó ofrecer una pensión vitalicia a los afectados que estos cobran desde hace más de 40 años.

Pero España era y es diferente y, de hecho – según denuncian los afectados –, la talidomida siguió dispensándose en España al menos hasta 1965 a pesar de su prohibición mundial. Mientras, la empresa alemana ha ofrecido unos ofensivos 120.000 euros para todos los afectados de nuestro país, eso sí, después de pedir muchas disculpas por lo ocurrido y decir que lo lamenta en el alma. No fue hasta 2010, y no sin miles de dificultades y pegas de todo tipo, cuando el Gobierno español se avino a reconocer a unas 200 víctimas de la talidomida, aquellas para las que se había establecido una relación causa – efecto entre el consumo del fármaco y sus malformaciones.

La empresa se ha sentado esta mañana en el banquillo de los acusados de un juzgado madrileño gracias a los esfuerzos de las víctimas y su decidido empeño de reclamar justicia aunque sea más de medio siglo después de ocurridos los hechos. Le exigen más de 200 millones de euros en indemnización por los daños psicológicos, físicos y morales que llevan tantos años padeciendo y que les acompañarán lo que les resta de vida.

A expensas de lo que sentencie la jueza, el caso de la talidomida nos recuerda una vez más lo que vale nuestra salud para las grandes corporaciones farmacéuticas y la desidia cómplice de las autoridades a las que se les supone atentas y vigilantes para que los pacientes no se conviertan en cobayas al servicio de grandes intereses privados. Conviene no olvidarlo ahora que para el Gobierno la mejor manera de garantizar la calidad de la sanidad pública es regalársela al sector privado.

Se lo merecía Malala

El comité que anualmente se reúne en Oslo para decidir el Premio Nobel de la Paz ha vuelto a decepcionar a medio mundo. La posibilidad de que la joven pakistaní Malala fuera la elegida había hecho abrigar a muchos la esperanza de que el devaluado galardón recuperara el brillo perdido tras los sonoros tropiezos con Obama o la Unión Europea, por no remontarnos a Kofi Annan o al siniestro Henry Kissinger. Sin embargo, Malala se queda por ahora sin un merecido reconocimiento mundial al coraje con el que ha afrontado la brutalidad de los talibanes que le dispararon en la cara por ir a la escuela y escribir en un blog.


El honor se lo lleva este año la OPAQ, la Organización para la Prohibición de Armas Químicas, que ni siquiera aparecía entre los favoritos. A nadie le puede pasar desapercibida la relación entre esta decisión y el conflicto sirio. El propio comité noruego ha reconocido en la justificación del premio la necesidad de acabar con los arsenales químicos y ha recordado la masacre que con ese tipo de armas se produjo recientemente en Siria. No se trata de que la OPAQ no merezca el Nobel, sino del sesgo político casi a la carta con el que vuelve a actuar el comité.
 
Es cierto que la organización ganadora lleva veinte años luchando contra las armas químicas en todo el mundo. Sin embargo, que se le conceda el Nobel de la Paz justo cuando otro Nobel de la Paz como Obama aún mantiene en suspenso una intervención militar en Siria por el uso de armas químicas resulta un tanto desconcertante. Nada se habría perdido con aguardar a que concluyera la destrucción del arsenal químico sirio para concederle el premio.

Al ignorar a Malala, el comité del Nobel de la Paz desoye también las esperanzas que la posible concesión del premio a la joven pakistaní había suscitado en medio mundo, admirado de su fuerza, de su tesón y de su valentía. Este mundo nuestro está más necesitado que nunca de ejemplos vivos como el de Malala, que con sólo 16 años se ha convertido en un fenómeno de masas pero, sobre todo, en la voz de tantas y tantas mujeres de todo el mundo sojuzgadas, agredidas, recluidas y asesinadas sólo por el hecho de ser mujeres.

Se puede argumentar que es muy joven aún y que la concesión del Nobel le habría supuesto una carga personal demasiado pesada para su corta edad y un riesgo para su propia seguridad. Puede ser y hasta puede ser que el valor de esta joven, que ya se ha hecho merecedora del Premio Sajarov, se vea recompensada con el Nobel de la Paz un año de estos.

Eso debería de ocurrir más pronto que tarde, siempre que los señores del comité noruego consigan por fin volver a conectar sin interferencias políticas con el sentir y el padecer de millones de personas en el mundo. A la espera, pongamos en letras de oro esta frase de Malala: Tomemos nuestros libros y nuestros bolígrafos, pues son las armas más poderosas. Un niño, un profesor, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo. La educación es la solución".

Una ley con fecha de caducidad

No es una buena noticia para la educación de este país que la reforma educativa cuente ya con la amenaza de su derogación en cuanto cambie la mayoría parlamentaria actual. El Gobierno y el ministro Wert no han dado su brazo a torcer y han desoído el clamor de la oposición y de toda la comunidad educativa. Sordos pero presumiendo de una falsa voluntad de diálogo, hoy han sacado adelante una reforma educativa, la séptima de la democracia, que por primera vez en la Historia no ha contado con apoyo alguno de la oposición. Ahora queda el trámite del Senado que no es más que eso, un trámite rutinario y sin contenido, en el que no cabe esperar ningún cambio para mejor por mucho que el ministro Wert haya vuelto a “tender la mano a la oposición”.

La reforma hace retroceder el sistema educativo a los tiempos felizmente olvidados de las reválidas, las notas de religión, los niños con los niños y las niñas con las niñas, los centros concertados financiados con fondos públicos, la FP para los que no tienen cabeza para la universidad, las becas convertidas en premios a la excelencia académica en lugar de igualadoras de oportunidades, las tasas de matrícula subiendo y las aulas masificadas. Todo ello envuelto en un lenguaje falaz en el que se alude a estudios supuestamente científicos sobre las bondades de la reforma o a países que han experimentado espectaculares resultados poco después de aplicar reformas como la suya, lo que suena igual de creíble que las promesas electorales de Rajoy sobre la rapidez con la que sacaría a España de la crisis.

Un lenguaje que se escuda en el “algo hay que hacer” para mejorar los resultados de la enseñanza, como si la comunidad educativa y todas las fuerzas políticas fueran completamente insensibles ante unos resultados que, efectivamente, son manifiestamente mejorables. La cuestión no es que haya que hacer algo – que en eso estamos todos de acuerdo - sino qué es lo que debería de hacerse. Tratándose de un asunto tan estratégico y trascendental como la necesidad de contar con un sistema educativo de amplio respaldo social y político y con vocación de perdurabilidad, lo que debería de hacerse no puede ser en ningún caso aprobar una reforma de este calado amparándose únicamente en una mayoría parlamentaria coyuntural.

El PP, que en la pasada legislatura frustró todos los intentos del ex ministro Gabilondo para alcanzar un gran pacto nacional por la educación, ha puesto de manifiesto que su único interés era y es imponer su modelo de enseñanza y eso es lo que ha hecho. Para ello y para justificar su retrógrada reforma no ha dudado en culpar a la LOGSE, aprobada en la etapa socialista, de ser la responsable de los malos datos sobre las competencias educativas de los adultos españoles.

Acusa el PP a la oposición de usar la educación como arma política pero es el primero que lo hace: irrita a los catalanes con sus alusiones al catalán, a los padres y madres descafeinando los consejos escolares, a los profesores recortando plantillas, a los que defienden una enseñanza laica imponiendo la nota computable en religión o a los estudiantes estableciendo barreras económicas para acceder a la educación.

Que diga misa la oposición y la comunidad educativa, hacer como que se oyen sus voces y protestas y continuar con el mazo dando. Esa ha sido su estrategia y éste es el resultado: una ley educativa con fecha de caducidad y un pésimo servicio al futuro de este país.