De Roma al brexit

No ha habido conciertos ni fuegos artificiales y nadie ha soplado las velas de la tarta. Sólo ha habido discursos de circunstancias y caras más bien largas para conmemorar el 60º aniversario del nacimiento de lo que hoy llamamos Unión Europea. Ha sido en la misma sala – la de los Horacios y Curiacios - y en la misma ciudad – Roma -  en la que nació una idea que, llevada a la práctica y con todas las pegas que se quiera,  ha proporcionado a Europa medio siglo de paz e innegables  avances sociales y económicos.

Hasta que estalló la peor crisis económica de los últimos cien años y convirtió el sueño de la integración europea  en la pesadilla de la austeridad a machamartillo para mayor gloria de los mercados financieros. Hicieron bien los líderes europeos este fin de semana en pasar de puntillas sobre el cumpleaños de una Unión Europea que parece haber perdido el norte y hasta el oremus. Máxime cuando esta misma semana el Reino Unido, su miembro más díscolo, les pondrá sobre la mesa su adiós definitivo. Es el primer socio que abandona el club y ante sí tienen los que se quedan el difícil reto de gestionar una situación inédita que, termine como termine, marcará un antes y un después en esta desconcertada y desnortada Unión Europea.


Lo que no han hecho bien los líderes europeos es no aprovechar el aniversario fundacional para hacer al menos algo de autocrítica, aunque es mucha la que se necesita. Está bien apelar a la unidad y a la fortaleza pero esa apelación suena a discurso vacío y poco sincero si no se acompaña de un reconocimiento expreso de que las cosas se hubieran podido haber hecho de manera muy distinta. El austericidio  fiscal impulsado por Alemania y sus países satélites y seguido de muy buen grado por países como España no era un mandato divino sino una opción política deliberadamente disfrazada de objetividad económica que ha traído paro, pobreza y exclusión social nunca antes vistos.

Nadie ha entonado un mea culpa por tanta irracionalidad económica en la última década ni es probable que lo entone jamás. Como no lo entonará nadie por la vergonzosa respuesta al mayor drama humanitario que ha vivido el continente desde la II Guerra Mundial, el de los refugiados. Las vallas y los muros levantados en las fronteras exteriores hablan de una Unión Europea encogida sobre sí misma que reniega de los principios de solidaridad y fraternidad que, en última instancia, le dan sentido humano a eso que se suele llamar el proyecto de una Europa unida. Por lo demás, la ebullición de la xenofobia y el racismo en varios países europeos deja en evidencia el agotamiento del discurso político de las viejas fuerzas liberales y socialdemócratas que parecen haberse conformado con que los populistas de nuevo cuño no les coman demasiado terreno electoral.

Claro que otra Unión Europea no sólo es posible sino imprescindible. Volvernos sobre nuestros respectivos ombligos nunca debería ser una opción y quien la elija, como el Reino Unido esta misma semana, se arriesga al aislamiento  en un mundo que ya sólo puede ser global. Pero esa Europa alternativa, para tener futuro, debe reajustar cuanto antes su objetivo y centrarlo en los ciudadanos europeos, los grandes olvidados por Bruselas y por los líderes europeos en estos nefastos últimos diez años de crisis económica. De nada servirán los hueros discursos para la galería como los escuchados este fin de semana en Roma si quienes los han pronunciado se dan por satisfechos con sacarse la foto de familia, que es lo que me temo que ha pasado.

Hay que detener la creciente desafección de los ciudadanos hacia el proyecto europeo que alimenta la vuelta a las fronteras y al aislamiento y que se extiende ya por varios países del viejo continente.  Seguir contemporizando y dando largas a la solución de los muchos y graves problemas que tiene este gigante con pies de barro llamado Unión Europea – entre ellos el de su propia credibilidad ante los europeos -  sería una grave irresponsabilidad histórica que Europa no se puede permitir. 

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