Niños sin infancia

Escribo hoy en primera persona: no sé cómo hubiera reaccionado si mis padres se hubieran aprovechado de mi infancia para exhibirme como atracción de feria en competiciones con los de mi edad. De lo que sí estoy convencido es de que eso no hubiera añadido un minuto de felicidad a mi infancia, la etapa más feliz de la existencia humana y que más atención y cuidados merece. En cambio, se deslomaron y sacrificaron económicamente para que me procurara una vida menos dura que la que tuvieron ellos y me enseñaron, por encima de todo, una lección que no se compra ni se paga con todo el dinero del mundo: dignidad y autoestima.

Sospecho que a los oídos de muchos padres actuales esos valores suenan como si procedieran de una lejana galaxia ya desaparecida. No puedo evitar sentir una aversión instintiva por quienes, para satisfacer la vanidad que les proporciona un efímero minuto de fama televisiva, someten a sus hijos a concursos absurdos en los que los pequeños se ven obligados a actuar como máquinas de competición. Cocinan platos imposibles a las órdenes de cocineros que actuan como sargentos o hacen gorgoritos que valoran personajes sin arte ni oficio que se presentan como el sumun del conocimiento musical. Todo a mayor gloria de canales de televisión y anunciantes a los que los padres les entregan a sus hijos para que hagan con ellos caja y repartan beneficios.


No niego que los niños también se lo puedan pasar bien en esos espectáculos televisivos en los que, en todo caso, la decisión de participar no suele ser de ellos sino de unos padres más preocupados de su propia autoestima que de la de sus hijos, por mucho que se escuden en los deseos de ellos para justificar los suyos. Con ese fin, los someten a una presión ambiental para la que no tienen aguante y los exponen a consecuencias psicológicas indeseables si pierden e incluso si ganan en esos penosos concursos.

La mala costumbre de convertir a los niños en una suerte de mascotas de las que presumir ante los demás se ha extendido también a los carnavales canarios que, en su degeneración interminable, se han poblado de concursos de todo tipo entre los que no podían faltar las ineludibles reinas infantiles. A propósito de ese tipo de certámenes, una familia de Lanzarote no ha tenido empacho alguno en que un autodenominado diseñador disfrazara a su hija como bailarina de un cabaré nocturno. La denuncia de una asociación de mujeres atizó la polémica en las redes y tanto el diseñador como los padres han  decidido retirar el cartel con la inapropiada imagen de la pequeña.

No obstante, el revuelo provocado por este asunto tiene un punto de hipocresía social que no se puede olvidar:¿cuántas de las personas que han criticado a los padres de la menor de Lanzarote se repatingan todas las semanas ante la tele para ver esos lamentables concursos de niños cocineros o cantantes con padres llorando y babeando de emoción? Tenemos la inmensa fortuna de disponer de medios materiales y humanos más que suficientes para garantizar a los niños la infancia feliz y las oportunidades de las que muy pocos pudieron disfrutar en mi generación si no era gracias el esfuerzo titánico de padres como los míos.  Sin embargo, tenía algo esa generación que por desgracia parece haberse perdido en el barullo de la modernidad mal entendida: valores sólidos a los que atenerse y respetar y a los que cada vez se hace más urgente volver.   

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